Aprender a morir en vida

Los seres humanos aspiramos naturalmente a la felicidad y esa aspiración conlleva el anhelo de eternidad. Deseamos ser felices, la felicidad implica el logro de un estado infinito y la muerte frustra siempre ese deseo innato y primordial. Esa característica de nuestro ser mortales, desear vivir eternamente y ser conscientes de nuestra finitud, nos condena siempre a un cierto dolor.

La muerte es la dolorosa constatación de nuestra total impotencia ante no sabemos qué. Es un fracaso, la derrota de todos los esfuerzos y logros de la ciencia médica o la inutilidad de mis plegarias y promesas. Y aunque a veces se presenta como la liberación deseada a meses o años de sufrimientos y dolores o, incluso para el suicida, como una solución “feliz” a una vida sumida en la más negra desesperación, la muerte es, en principio, aquello que nadie quisiéramos experimentar nunca. Y, sin embargo, dos certezas ineludibles nos acompañan desde el momento de nacer: vamos a morir y no sabemos cuándo. Curiosamente, como ya Freud señalaba, esa verdad ineludible, no tiene cabida en nuestro inconsciente y de ahí que todos nuestros mecanismos vitales y racionales estén dirigidos a olvidar, negar o reprimir la idea misma de la muerte.

Pero la muerte, además de la palabra horrorosa que alude a la experiencia más odiosa y temida por todo ser viviente, puede entenderse de otra manera. La muerte, a la manera en que la entienden los místicos, no es el mal, el triste final que frustra nuestro deseo de eternidad, sino, todo lo contrario, es el raro prodigio que nos permite, precisamente, realizar ese anhelo y acceder así a nuestra naturaleza primordial, a la esencia inmortal que ya somos. Lo que los místicos nos quieren decir es que si entendemos la muerte como un proceso cotidiano, como parte integrante de la vida misma, podemos vivirla como una maestra, una maestra severa, claro está, pero también generosa que nos enseña a vivir, a amar, a Ser realmente lo que Somos. Si realizamos lo que realmente somos, el miedo a la muerte habrá desaparecido porque habremos alcanzado el verdadero Amor y, como se dice en el Cantar de los Cantares, “el perfecto Amor no conoce el temor”.

Dar y no pedir, dar y no esperar, no negociar, no intercambiar, no valorar, no enterarnos siquiera de que damos. Es evidente que hay un salto enorme, cualitativo, trascendente, entre nuestras expectativas de amor y esa utópica e ideal posibilidad de amar sin más.

El verdadero Amor implica siempre, de alguna manera, algún tipo de muerte ya que supone la trascendencia, esto es, la superación de todos nuestros conflictos emocionales, a fin de alcanzar un estado de conciencia perfectamente hábil y claro: una mente en paz.
Hace falta aprender a morir, es decir, morir interna, simbólicamente, a toda necesidad y toda expectativa, a todo miedo y a toda esperanza. Aprender a morir en vida a fin de superar el terror innato a morir. Trascender es la clave de la evolución. Trascender quiere decir superar e integrar. El sufrimiento, la enfermedad, las pérdidas, es decir, todas las situaciones difíciles y críticas de la vida suelen ser el motor que nos pone en el camino de trabajarnos interiormente para facilitar la transformación de nuestra necesidad de amor en capacidad amorosa.

Para desarrollar el amor se requiere paciencia, mucha paciencia, porque la paciencia, ella misma, es una forma de amor. De la paciente observación y reconocimiento de todo aquello de lo que uno no querría ni oír hablar. Paciencia y aceptación de todo lo negado y reprimido, de todo lo temido y rechazado, de todas las quejas y reclamos que llevamos dentro y de todas las rabias y miedos que nos tienen atrapados. Paciencia y aceptación, en definitiva, de la propia sombra.

Pero sin paciencia es imposible recorrer ese largo y aparentemente interminable sendero circular y solitario que nos lleva al centro de nosotros mismos. Y sólo si transitamos ese camino hasta el final podremos transmutar la sensación de vacío interior que nos carcome en plenitud, esto es, en Amor. Sólo por medio de esas pequeñas dosis de amor, de paciencia, podemos trabajar el carbón del ego y descubrir el diamante que esconde. Y cuando nuestro interior esté así de claro, así de limpio, así de puro y transparente, no necesitamos amor, no tenemos amor… somos Amor. Cuando somos Amor podemos darlo todo, todo nos sobra… Aprender a amar es aprender a perder. Amar es aceptar los propios límites, asumir la propia impotencia y estar sólo ahí, en la aceptación de lo real. ”. La aceptación de lo real implica la aceptación de la muerte y esa aceptación requiere de algo más que paciencia. Ese algo más, esa dificilísima aceptación de lo que se pierde, es lo que convierte el trabajo interior en un verdadero arte. Ningún arte se domina ni fácil ni rápidamente y menos aún el de saber vivir. Ese arte consistiría, paradójicamente, en asumir, a cada instante, la propia muerte a fin de llegar a proclamar alegremente, como san Pablo,” yo muero todos los días”.

Es necesario morir internamente a todos los apegos que nos atan a nuestro pequeño ego para así liberar nuestro auténtico Yo. El conocerse a sí mismo es la feliz recompensa que alcanzan aquellos que hacen frente a su propia muerte. En esa experiencia, el yo que creía que era muere y mi Yo verdadero se revela y reconoce”. Prejuicios absurdos, temores ridículos y toda clase de engaños y racionalizaciones nos mantienen muy lejos de nuestra verdad. El camino hacia la propia esencia es largo y difícil de escalar. Se podría comparar a una inmensa espiral por la que damos vueltas y más vueltas. En cada giro, a fin de avanzar en profundidad y altura y no sólo dar vueltas como en una noria; hemos, de ver y reconocer lo que hay, hemos de aceptarlo e integrarlo para, por último, dejarlo ir, desidentificarnos de ello. En el momento en que podemos soltar, renunciar a aspectos del propio ego, aprendemos, de hecho, a morir.

Si queremos prepararnos para una muerte digna deberíamos aprender a vivir… muriendo. Sólo ese duro ejercicio de paciencia y amor para con nosotros mismos nos familiarizará suficientemente con la muerte a fin de vencer nuestro temor.
La muerte cotidiana, la práctica cotidiana del arte del desapego nos regala difíciles pero preciosas ocasiones de aprender a vivir muriendo. Cada vez que morimos simbólicamente, cada vez que nos desapegamos de aspectos que creemos ser nosotros mismos, vamos limpiando nuestro interior.

 

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