El magnetismo animal: Mesmer

El fluido universal. Recorriendo el transcurso de los siglos, partiremos del período experimental de la metapsíquica, el cual, por irónica coincidencia, comenzó cuando se hallaban en pleno florecimiento las ideas de incredulidad sembradas por Voltaire y los enciclopedistas. Hay que hacer justicia a Mesmer; a pesar del aparato charlatanesco del que se rodeó y que lo desacreditó para siempre en el ánimo de los sabios, no dejó de ser un gran iniciador. Se le debe un gran descubrimiento, el del “magnetismo animal”, el cual, afirmado y negado alternativamente durante la primera mitad del siglo XX, abandonado unánimemente en la segunda, promete ser verificado y ampliado por los contemporáneos.

Mesmer era médico, y pretendía haber hallado un remedio, invisible, imponderable, pero muy eficaz y capaz de curar todas las enfermedades. En las postrimerías del antiguo régimen se encontraban en plena efervescencia las teorías sobre la naturaleza del fluido eléctrico y de la emanación de los imanes o fluido magnético. Algunos suponían que este último poseía propiedades curativas. Mesmer sostenía que existe un magnetismo animal distinto del magnetismo físico; pero lo mezclaba con curiosas ideas tomadas de los estudios astronómicos que había realizado en Viena. En las memorias que publicó en 1779 declaró que hay “una influencia reciproca entre los cuerpos celestes, la tierra y los cuerpos animados”. Esta influencia está sometida a las leyes mecánicas. Su agente es un fluido expandido en todo el universo, que se insinúa en la sustancia de los nervios y da a los cuerpos humanos propiedades análogas a las que tienen los imanes. Dirigiendo ese fluido de acuerdo con un método determinado, se pueden “curar inmediatamente las enfermedades de los nervios y por medio de ellos a las demás”. Mesmer aseguraba que el arte de curar alcanzaría de ese modo la suprema perfección. Se conoce la forma en que aplicaba sus teorías.

Colocaba en el centro de una habitación en penumbras su famosa cuba de la que salían unas varillas de hierro. Los enfermos se agrupaban alrededor; los que estaban en la primera fila tocaban las varillas y los demás se ponían en contacto con ellos por medio de las manos o de cuerdas humedecidas. El taumaturgo, vestido con una bata de seda de colores suaves y con una vara de hierro en la mano, paseaba majestuosamente, secundado por varios ayudantes jóvenes y bien formados. Un piano tocaba adversos trozos musicales. Eran raros los enfermos que permanecían insensibles. Casi todos experimentaban sintonías que comenzaban con picazón y terminaban con convulsiones sumamente contagiosas, sobre todo en las mujeres. El tratamiento podía ser continuado individualmente con toques y pases.

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