Uno no se convierte en exorcista por sí solo, sino con grandes dificultades y a costa de inevitables errores en perjuicio de los fieles. El cardenal Ugo Poletti, vicario del papa en la diócesis de Roma, me confirió la facultad de exorcista, el encargo fue inicialmente como ayudante del padre Cándido Amantini. El padre Cándido era el único exorcista en el mundo con treinta y seis años de experiencia a tiempo completo. Yo no podía tener mejor maestro. Me encaminé a un apostolado entre sufrientes a quienes nadie comprendía: ni familiares, ni médicos, ni sacerdotes. Hoy, la pastoral en este sector, en el mundo católico, está del todo descuidada. Cada catedral debería tener un exorcista como tiene un penitenciario; y tanto más numerosos deberían ser los exorcistas cuanto más necesarios fuesen: en las parroquias más populosas, en los santuarios. Pero los exorcistas son mal vistos, combatidos, les cuesta encontrar hospitalidad para ejercer su ministerio. Se sabe que los endemoniados a veces aúllan y eso basta para que un superior religioso o un párroco no quiera exorcistas en sus locales, tal parece que vivir tranquilo y evitar cualquier griterío vale más que la caridad de curar a los poseídos.
Que la Virgen Inmaculada, enemiga de Satanás desde el primer anuncio de la salvación (Gén. 3, 15) hasta el cumplimiento de ésta (Ap. 12) y unida a su Hijo en la lucha por derrotarlo y aplastarle la cabeza, bendiga este trabajo, fruto de una actividad agotadora que desarrollo confiado en la protección de su manto maternal. Por todo doy gracias al Señor.
Igual que todo médico ha de estar en condiciones de indicar a sus pacientes cuál es el especialista al que deben recurrir en cada caso (un otorrino, un ortopeda, un neurólogo…), así todo sacerdote debe poseer ese mínimo de conocimientos para comprender si una persona necesita o no dirigirse a un exorcista. Entre las normas dirigidas a los exorcistas, el Ritual les recomienda que estudien «muchos documentos útiles de autores acreditados». Pero cuando se buscan libros serios sobre este asunto se encuentran muy pocos. Está el libro de monseñor Balducci: Il diavolo (Piemme, 1988), pero el autor es demonólogo, no exorcista. El libro del padre Matteo La Grua, exorcista: La preghiera di liberazione (Herbita, Palermo, 1985) y el libro de Renzo Allegri, también exorcista: Cronista all’inferno (Mondadori, 1990); una colección de entrevistas serias que narran casos límite, los más impresionantes, seguramente verídicos.
Parto de verdades reveladas y aceptadas como la existencia de los demonios, la posibilidad de las posesiones diabólicas y el poder de expulsar a los demonios que Cristo concede a aquellos que creen en el mensaje evangélico. Son verdades contenidas en la Biblia, profundizadas por la teología y que constantemente enseña el magisterio de la Iglesia.
En estos dos últimos años algo ha cambiado: se han publicado importantes documentos episcopales, ha aumentado el número de exorcistas, varios obispos practican exorcismos y nuevos libros se han editado. Algo se está moviendo.
La Creación Es Cristocéntrica Solemos pensar en la creación de un modo equivocado, esta es la falsa sucesión de hechos: Creemos que un día Dios creó a los ángeles; que los sometió a una prueba, y del resultado de ella surgió la división entre ángeles y demonios, es claro que el demonio es también una criatura de Dios. Los ángeles se vieron premiados con el paraíso y los demonios, castigados con el infierno.
Luego, Dios creó el universo, los reinos mineral, vegetal, animal y, por último, al hombre. Adán y Eva en el paraíso pecaron, obedeciendo a Satanás y desobedeciendo a Dios. En este punto, para salvar a la humanidad, Dios pensó en enviar a su Hijo. Tanto así nos equivocamos que después llegamos hasta el punto de darla por descontada.
No es ésta la enseñanza de la Biblia ni la de los santos padres. Con semejante concepción, el mundo angélico y la creación son ajenos al misterio de Cristo. Léase, en cambio, el prólogo al Evangelio de san Juan y léanse los dos himnos cristológicos que abren las Epístolas a los Efesios y a los Colosenses. Cristo es el primogénito de todas las criaturas; todo fue hecho por él y para él. No tienen ningún sentido las disputas teológicas en las que se pregunta “si Cristo hubiera venido sin el pecado de Adán”. Él es el centro de la creación, el que compendia en sí a todas las criaturas: las celestiales (ángeles) y las terrenales (hombres). En cambio, sí se puede afirmar que, a causa de la culpa de los progenitores (Adán y Eva), la venida de Cristo adquirió un significado particular: vino como salvador. Y el centro de su acción está contenido en el misterio pascual: mediante su sangre en su cruz reconcilia a Dios con todas las cosas, en los cielos (ángeles) y en la tierra (hombres). De este planteamiento cristocéntrico depende el papel de toda criatura.
Si la criatura primogénita es el Verbo encarnado, no podía faltar en el pensamiento divino, antes que la de cualquier otra criatura, la figura de aquella en la que se llevaría a efecto tal encarnación: la Virgen María. De ahí su relación única con la Santísima Trinidad, hasta el punto de ser llamada, ya en el siglo n, «cuarto elemento de la trinidad divina» (Maria, terra vergine. Emanuele Testa, Jerusalén, 1986).
Dice la Biblia: «Entonces, oí una gran voz en el cielo, que decía: Ahora ha venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo; porque ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche» (Ap. 12, 10).
A la luz de la centralidad de Cristo se conoce el plan de Dios, que creó todas las cosas buenas «por él y para él». Y se conoce la obra de Satanás, el enemigo, el tentador, el acusador, por cuyo influjo entraron en la creación el mal, el dolor, el pecado y la muerte. Y de ahí se desprende el restablecimiento del plan divino, llevado a cabo por Cristo con su sangre. Emerge claro también el poderío del demonio: Jesús le llama «el príncipe de este mundo» (Jn. 14, 30); san Pablo lo señala como «dios de este mundo» (2 Cor. 4, 4); Juan afirma que «el mundo entero yace en poder del maligno» (1 Jn. 5, 19), entendiendo por mundo lo que se opone a Dios.
Satanás era el más resplandeciente de los ángeles; se convirtió en el peor de los demonios y en su jefe. Porque también los demonios están vinculados entre sí por una estrechísima jerarquía y conservan el grado que tenían cuando eran ángeles: principados, tronos, dominios. Es una jerarquía de esclavitud, no de amor como existe entre los ángeles, cuyo jefe es Miguel. Y resulta clara la obra de Cristo, que ha demolido el reino de Satanás y ha instaurado el reino de Dios. Por eso poseen una particularísima importancia los episodios en los que Jesús libera a los endemoniados: cuando Pedro resume ante Cornelio la obra de Cristo, no cita otros milagros, sino sólo el hecho de haber curado «a los oprimidos por el diablo» (Ac. 10, 38). Entonces comprendemos por qué la primera facultad que Jesús confiere a los apóstoles es la de expulsar a los demonios (Mt. 10, 1); lo mismo vale para los creyentes: «Y estas señales acompañarán a los que crean: expulsarán demonios en mi nombre…» (Mc. 16, 17). Así, Jesús cura y restablece el plan divino, malogrado por la rebelión de una parte de los ángeles y por el pecado de los progenitores.
Los Alcances De La Redención
Cristo tiene obvia influencia sobre los ángeles y los demonios. Algunos teólogos creen que sólo en virtud del misterio de la cruz los ángeles fueron admitidos en la visión beatífica de Dios. San Atanasio describe que los ángeles también deben su salvación a la sangre de Cristo. Los Evangelios contienen numerosas aseveraciones sobre los demonios. A través de la cruz, Cristo derrotó al reino de Satanás e instauró el reino de Dios. Por ejemplo, los endemoniados de Gerasa exclaman: «¿Quién te mete a ti en esto, Jesús, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí a atormentarnos antes de tiempo?» (Mt. 8, 29). Es una clara referencia al poder de Satanás con el que Cristo acaba progresivamente; por eso aún dura y perdurará hasta que se haya completado la salvación. (Il mistero di Maria. Cándido Amantini. Dehoniane, Nápoles, 1971).
Cuando me dicen que todo es inútil -confundiendo la presciencia divina con la predestinación- porque Dios ya sabe quién se salvará y quién se condenará, les recuerdo cuatro verdades contenidas en la Biblia, definidas dogmáticamente: Dios quiere que todos se salven; nadie está predestinado al infierno; Jesús murió por todos; y a todos se les conceden las gracias necesarias para la salvación. La centralidad de Cristo en el plan de la creación y en su restablecimiento, ocurrido con la redención, es fundamental para entender los designios de Dios y el fin del hombre.
La centralidad de Cristo nos dice que sólo en su nombre podemos salvarnos. Y sólo en su nombre podemos vencer y liberarnos del enemigo de la salvación, Satanás. En los casos de total posesión diabólica, suelo recitar al final el himno cristológico de la Epístola a los Filipenses (2, 6-11): «De modo que, al oír el nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo», me arrodillo yo, se arrodillan los presentes y, siempre el endemoniado se ve obligado a arrodillarse. Es un momento fuerte y sugestivo. Tengo la impresión de que también las legiones angélicas nos rodean arrodilladas ante el nombre de Jesús el Cristo.
Gabriele Amorth