Había una vez dos estudiantes que estudiaban juntos, y que eran hermanos, pues se habían criado
juntos. Esto es lo que hablaban en su pequeña cabaña: “Es un triste viaje cuando nuestros seres queridos y nuestros amigos se alejan de nosotros, y no vuelven nunca con noticias acerca del país al que van. Hagamos la promesa de que aquel de nosotros dos que muera antes vuelva a traerle noticias al otro”. “Así sea, pero de verdad”. Se comprometieron, pues, a que el primero de ellos que muriese se presentaría ante el otro antes de un mes para darle noticias.
Poco después uno de ellos murió. Fue enterrado por el otro, quien cantó su réquiem. Le estuvo esperando hasta final de mes, pero el otro no volvió; y entonces se dedicó a insultarle, y a insultar también a la Santísima Trinidad, por lo que el alma suplicó a la Santísima Trinidad que le dejase ¡r a hablar con él. Este se encontraba haciendo genuflexiones en su cabana, y encima de su cabeza había un pequeño dintel; su cabeza chocó con el dintel, y cayó inánime. Su alma vio el cuerpo ante ella, pero creía seguir dentro de él. Le miró y dijo: “Me parece muy mal que me traigan un cadáver. Deben haber sido los de la iglesia”. Y diciendo esto, salió de ta casa. Un clérigo iba tocando la campanilla.
“No está bien, padre —dijo—, que me traigan el cadáver a mí”. Mas el sacerdote no respondió. Se dirigió a todo el mundo que vio, pero no le oían. Esto le trastornó mucho. Se dirigió luego a unos segadores: “Aquí estoy” —dijo—; pero éstos no le oyeron. Entonces se apoderó de él una gran furia. Marchó a la iglesia; mas se habían marchado a cobrarle los diezmos, y entonces vieron su cadáver en la casa y lo llevaron al cementerio. Cuando el alma entró en la iglesia vio ante sí a su amigo. “Bien —le dijo—, has tardado mucho en venir; prometiste en falso”. “No me lo reproches —respondió el otro—; he venido muchas veces, y he estado al lado de tu almohada hablándote, pero no me oías, pues el pesado cuerpo terrenal no oye a la ligera y etérea alma”. “Pero te estoy oyendo ahora” —dijo-. “No —contestó el otro-, aquí sólo se halla tu alma. Estás escapando de tu propio cuerpo, pues me rogaste que me reuniese contigo, y así ha ocurrido. iAy del que obre mal! ¡Feliz será el que obre bien! Ve a reunirte con tu cuerpo, antes de que lo depositen en la tumba”. “No volveré nunca a él, por miedo y aborrecimiento suyo”. “Sí irás; vivirás un año más. Reza los Beati todos los días por mi alma, pues los Beati son la escalera, la cadena y el lazo más fuerte para sacar el alma de un ser humano del infierno”. Luego se despidió del otro, que volvió a su cuerpo, y en el momento de entrar en él dio un grito, con lo que volvió a la vida; y al cabo de un año fue al cielo. Los Beati son por tanto la mejor oración que existen.
Estos dos relatos reúnen características que se encuentran también en numerosas experiencias
contemporáneas. Se da en ambos la ya conocida “resistencia a volver”. En el segundo aparece la sensación de que el espíritu se ha alejado del cuerpo. El estudiante contempla su propio cuerpo, que en un principio no reconoce como tal —una observación que me ha formulado más de una persona al describirme sus experiencias —. Observa el fenómeno denominado de “espejo por un solo lado”; es decir, que aunque puede ver y oír a los demás, él resulta aparentemente invisible e inaudible para ellos. Es también saludado por su amigo anteriormente fallecido. Una interesante historia, procedente de una cultura distinta, es la que figura en una obra de Sir
Edward Burnett Tylor, un antropólogo inglés del siglo diecinueve. En Primitive Culture cita el siguiente relato polinesio:
Esta historia… se la contó a Mr. Shortland un sirviente suyo, llamado Te Wharewera. Una tía de este hombre había fallecido en una cabaña solitaria cercana a las orillas del lago Rotorua. Como se trataba de una dama de alcurnia, se la dejó dentro de su cabaña, se cegaron puertas y ventanas, y se abandonó la vivienda, ya que su muerte la había convertido en tabú. Pero uno o dos días después, Te Wharewera y otros, que iban remando en una canoa cerca del lugar a primeras horas de la mañana, vieron una figura que les hacía señas desde la orilla. Era su tía, que había vuelto a la vida, pero muy débil, fría y extenuada. Una vez repuesta gracias a sus cuidados, les contó su historia. Tras abandonar su cuerpo, su espíritu había emprendido el vuelo hacia el cabo del Norte, habiendo llegado hasta la entrada de Reigna. Allí, agarrándose al tallo de una enredadera akeake, descendió por el precipicio, encontrándose en las arenosas orillas de un río. Al mirar a su alrededor, había descubierto a lo lejos un pájaro enorme, mayor que un hombre, que se aproximaba a ella con rápidos pasos. Aquel horrible animal la aterrorizó tanto que en un primer momento pensó en intentar trepar otra vez por el escarpado precipicio; pero entonces vio a un anciano que iba remando en una pequeña canoa y corrió hacia él, escapando de ese modo del pájaro. Una vez en la otra orilla, le preguntó al anciano barquero, tras darte el nombre de su familia, dónde moraban los espíritus de su clan. Siguió el camino que éste le indicó, y se sorprendió mucho ante el hecho de que se trataba de un camino exactamente igual a los que había conocido en la Tierra; el paisaje, los árboles, las zarzas y las plantas le resultaban todos conocidos. Llegó a una aldea, y entre la multitud allí reunida encontró a su padre y a otros muchos parientes próximos; la saludaron y la recibieron con el quejumbroso canto que los maoríes dedican siempre a los que han estado largo tiempo ausentes. Pero cuando su padre le preguntó sobre sus parientes todavía vivos, y especialmente sobre el hijo de ella, le dijo que debería volver a la Tierra, ya que no había quedado nadie para cuidar de su nieto. Obedeciendo sus órdenes, se negó a tomar los alimentos que le ofrecían los muertos, y a pesar de los esfuerzos de todos por retenerla, su padre consiguió llevarla hasta la canoa, cruzó con ella, y en el momentó de despedirse sacó de debajo de su capa dos enormes batatas, que le entregó, para que las plantara y sirvieran de alimento especial para su nieto. Mas cuando empezó a escalar nuevamente el precipicio, sintió que le tiraban de la espalda dos espíritus infantiles, y sólo logró escapar de ellos arrojándoles los tubérculos, que se detuvieron a comer, mientras ella seguía escalando el abismo con ayuda de la enredadera akeake, hasta que llegó a la Tierra y voló nuevamente adonde había quedado su cuerpo. Al volver a la vida, se encontró en la más completa oscuridad, y todo lo que había pasado le pareció un sueño; entonces se dio cuenta que estaba sola en la cabaña, con la puerta cerrada, y llegó a la conclusión de que realmente había muerto y retornado a la vida. Al amanecer, una débil luz se filtró por las rendijas de la casa cerrada, y vio cerca de ella una calabaza que contenta algo de comida mezclada con agua; la tomó ávidamente sin dejar nada, y sintiéndose algo más fuerte consiguió abrir la puerta y arrastrarse hasta la playa donde la habían encontrado poco después. Los que escucharon su relato creyeron firmemente en la verdad de sus aventuras, pero lamentaron mucho que no se hubiese traído al menos una de las gigantescas batatas, como prueba de su visita al reino de los espíritus3.
No he podido encontrar la obra de Edward Shortland, Tradi-tions and Superstitions oí the New
Zealanders, de la que Tylor extrajo este relato. No obstante, haciendo caso omiso de las variantes culturales de expresión y simbolización y de las deformaciones que probablemente experimentó la historia al pasar de boca en boca, cabe reconocer en la misma algunos de los elementos comunes en las experiencias de casi muerte anteriormente descritos. La mujer “fallecida” dejó su cuerpo, atravesó un río, la recibieron sus parientes muertos y recibió la orden de volver para cuidar a su hijo. El escritor inglés Thomas De Quincey (1785-1859) estaba muy familiarizado con las experiencias de casi muerte. En Confessions of an English Opium Eater describe sus propios problemas derivados de la adicción al opio, hábito muy extendido en su época, cuando el opio se podía conseguir con facilidad y adquirir legalmente. Describe cómo, en ocasiones, se le representaban escenas de su pasado, y esto le recuerda una historia que le había contado un miembro femenino de su familia, que los investigado res y estudiosos creen fue su madre. En la primera edición (1821) de su obra, escribe:
En cierta ocasión, un miembro próximo de mi familia me contó que, habiéndose caído durante su infancia a un río, y habiendo estado a punto de morir de no ser por el socorro que recibió en el último momento, pudo contemplar en un instante, y con los menores detalles, toda su vida, que se le apareció simultáneamente, como en un espejo, desarrollándosele instantáneamente la capacidad de aprehenderla en su totalidad y en cada una de sus partes4.
En una continuación, Suspiria De Profundís, De Quincey recoge nuevamente el incidente y comenta las escépticas respuestas que el relato provocó al parecer en algunos de sus lectores:
Aunque de edad desacostumbradamente avanzada, la dama en cuestión vive todavía; y debo señalar que entre sus defectos no se contó nunca la liviandad de principios o la falta de respeto a la más escrupulosa veracidad, sino, por el contrario, los que se derivan de la austeridad: la dureza y la melancolía, y el no encontrar la menor indulgencia ni para con los demás ni para con ella misma; y en el momento de narrar este incidente, ya muy anciana, se había hecho devota hasta el ascetismo. Por lo que yo recuerdo, acababa de cumplir los nueve años cuando, jugando a la orilla de un arroyo solitario, se cayó en una de sus charcas más profundas. Tras un período de tiempo que nadie sabe cuánto duró, la salvó un labrador que iba cabalgando por un prado distante y la había visto salir una vez a la superficie, pero no antes de que hubiese descendido a los abismos de la muerte y atisbado sus secretos hasta donde haya podido hacerlo una mirada humana y podido regresar. En cierto momento de este descenso pareció herirla un golpe; de sus pupilas surgió una luminosidad fosfórica, e inmediatamente se esparció por su mente un escenario fabuloso. En un momento, en lo que dura el parpadeo de un ojo, revivieron todos los actos, todos los pensamientos de su vida anterior, ordenándose no de forma cronológica, sino como partes de un todo simultáneo. Esa luz iluminó retrospectivamente toda la trayectoria de su vida, hasta las sombras de la infancia, quizá como la luz que envolvió al apóstol elegido [Pablo] en su camino a Damasco. Sin embargo, aquella luz fue cegadora durante un instante, mientras que la de ella llenó su mente de una visión celestial, de forma que en su conciencia se hicieron omnipresentes en un momento todos los detalles de esta visión de alcance infinito. Algunos críticos han reaccionado ante esta historia con gran escepticismo. Pero aparte que, desde entonces, la han confirmado otras experiencias fundamentalmente idénticas, de las que han informado personas distintas que han estado en las mismas circunstancias y que no habían oído nunca unas de otras, lo verdaderamente asombroso no es la simultaneidad en que los hechos pasados de su vida, aunque realmente sucesivos, se habían ordenado en su asombrosa línea de revelación. Este no era sino un fenómeno secundario; lo más profundo era la resurrección en sí y la posibilidad de resucitar de aquello que había dormido durante tanto tiempo en el polvo. La vida había arrojado un paño mortuorio, tan denso como el olvido, sobre todos los detalles de estas experiencias, y de repente, a una orden silenciosa, a la señal de una especie de cohete luminoso lanzado por la mente, el paño se descorre y queda al descubierto hasta lo más profundo del escenarios.
En relación con tiempos más recientes, es notable que los miembros de la Iglesia de Jesucristo de
los Santos del Ultimo Día [los mormones] hayan creído desde hace muchos años en las experiencias de casi muerte que se cuentan unos a otros. Tiene también gran interés el hecho de que el famoso psiquiatra Cari Gustav Jung haya sufrido una experiencia de casi muerte, que relata en el capítulo titulado “Visiones”, de su obra Memories, Dreams, and Reflections. Oscar Lewis, un antropólogo contemporáneo, ha escrito un •libro fascinante. Los hijos de
Sánchez, basado en sus estudios de la vida de una familia mexicana. Uno de los miembros de la misma le contó una experiencia de casi muerte. En el campo de la literatura aparecen también descripciones parecidas. Para citar sólo dos ejemplos, en Adiós a las armas, Ernest Hemingway hace que el narrador cuente la sensación que experimentó de encontrarse fuera de su propio cuerpo durante un momento muy próximo a la muerte. (Es muy interesante señalar que, según algunos, se trata de una novela en gran medida autobiográfica.) Y León Tolstoy, en La muerte de Iván llych, describe la escena del fallecimiento del protagonista situando a éste en un espacio oscuro y cavernoso, en el que rememora toda su vida anterior, para pasar después a una deslumbrante luz. Repito una vez más que éstos son sólo algunos de los ejemplos que se podrían citar. Lejos de tratarse de un fenómeno reciente, las experiencias de casi muerte nos han acompañado durante mucho, mucho tiempo.
Reflexiones Sobre La Vida Después De La Vida. Raymond A. Moody, Jr.